Jaime Rosales y La soledad

La cotidianidad que, bien mirada, no sólo es una evidencia de lo que hay sino una señal de lo que pasa, de los movimientos que acontecen en el seno de lo real y lo muestran como una especie rara en peligro de extinción pero siempre en marcha: un miedo, una atracción, un rechazo, un apego, enigmáticas fuerzas de todos los días, blancos y grises y azules y rojizos, la cotidianidad, es decir, la vida, vista con otros ojos, contada con una luz extraña y prodigiosa que lo baña todo como un mar de energía que unificase el mundo confundiéndolo y haciendo que brille y estalle y ciegue, porque no hay retina capaz de soportarlo si además el ojo recibe las imágenes de un todo partido y a la contra, doblado y asimétrico, de escenas múltiples y que difieren, con un personaje: la voz anónima y silenciosa, pues no remite a una persona reconocible e identificable, voz sola, reina e independiente, personaje sonoro, y otro: la ausencia de figuras de cargo y miramiento, el vacío de sujetos o dueños de los hilos o maestros del cordaje, la escasez o carencia de señas de identidad y sustancia, positivos personajes comunes que destacan y, sin embargo, no es tan extraño como parece, porque siempre habrá alguien que los destaque de entre todos, e incluso que destaque a todos del resto, y quizá en el fondo son por este u otros motivos singulares y su singularidad es al fin y al cabo la de todos: no caber en su propio molde, no amoldarse a tener la cabida en que encajan y sobresalir a pesar de todo de las leyes que les regulan, las instituciones que les adaptan y las identidades que les conforman: la familia, la pareja, el trabajo en los que están como de sobra, ociosos, dispares, extranjeros, personas comunes vueltas personajes dignos de atención por sí mismos, sin títulos ni puestos ni honores, que incluso desnudan a las dignidades y las enseñan dignas, o indignas, de por sí, en los lugares desiertos, los tiempos demorados, las vidas muertas -ver la realidad un día, filmar el aire al mismo tiempo: una impersonalidad activa y manifiesta-, sin decidir ni todo lo contrario, todas ellas colgadas, pendientes de un hilo, deshiladas pero siempre por hilar y afanosas en sus telas, cada una en su soledad pero todas juntas en la de todas, conectadas por un hilo que las atraviesa sin atarlas, uniéndolas ligeramente, cosiéndolas como flotando, relacionándolas levemente en la atmósfera de gravedad casi cero que ellas mismas generan, porque cada una sigue invariablemente su curso y no hay nada que hacer, nada más pero tampoco menos, salvo la nada que no existe sino un espacio que sufre el vaciado y el relleno de un modo contemporáneo y constante, ley de la renovación de la caja hermética de la vida, muy parecida a la de la caja tonta, porque no asimila unas a otras, no las reduce según una ley de la identidad general sino que las mantiene a cada una en su inflexible singularidad, su maravillosa y terrible diferencia, su soledad, su física -la soledad es física y no va más allá, no juega en otro campo-, su parte de la imagen, su todo apenas imaginable, entero e imperfecto, único y variado, destinado y libre, íntegro e incompleto, excesivo y deficitario, autosuficiente y superlimitado, soberano y esclavo, íntimo y comunísimo, diferente y sin embargo neutro, personal e infinitamente repetible, social y verdaderamente inverosímil o de animales sociales que no pueden reducir la separación que les acerca ni la proximidad que les une sin traspasar los límites que les protegen y también les impiden, medida tan sólo de la humanidad, la identificación y el reconocimiento, liviana piel inaccesible, muro delicadísimo pero infranqueable, stop, prohibido el paso, jardín y abismo, oasis y agujero, cogida por finos hilos irrompibles, cuanto más delgados y frágiles más indestructibles, con la cual ni la muerte, ni el destrozo de la enfermedad o el crimen, puede acabar de ningún modo, pues el terror es inútil, impotente e incapaz, o incompetente, absurdo y necio, una válvula de escape que lo vuelve a comprimir todo una vez más, aún más y todavía de nuevo, y quizá tan sólo por la salud y una plenitud de las potencias y las facultades que no viene a cuento pudiera abrirse una vía de ensayo de lo nunca o muy pocas veces visto, de la conquista de la afirmación de unos en otros, de un enamoramiento y una propagación que no consisten tan sólo en prendarse de uno mismo, juegos de pareja, juegos de familia, juegos en los que uno está tan solo consigo mismo como en los demás, ninguno dice lo que piensa y uno no sabe lo que pasa, el otro tiene que adivinarle y uno detenerse a pensar lo que acontece en él y en todo, y en medio la amenaza de la muerte individual y colectiva, venida de dentro y de fuera, que, si cae de golpe, hiere y hasta mata, pero no modifica los parámetros, si acaso un poco más de lo mismo, que también puede ser de lo otro, pues lo que está determinado de una vez por todas es sin embargo incierto, trabajos abandonados, tareas suspendidas, voces en el vacío, palabras en otra parte, y no hay compañía, el destino está sellado, sellado sobre todo por quienes pretenden librarse de su peso y lo que hacen es cargarse el poco de libertad y de afecto en el desierto lleno de luces y sombras, de pasos y voces, de encuentros y pérdidas, donde el cuerpo desnudo está más investido que nunca de dolor, silencio y pena, desnudez extrema y última ajena por completo al erotismo, el desnudo más vestido del mundo, el más opaco, más oculto, más cargado de ropa invisible y gruesa como una costra, todo recortado de nuevo, escenario moviente en paralelo, ni verticalidad ni totalidad sino otra vez la parcialidad horizontal y múltiple que apenas tiene a nadie que la escriba, frente al espectador cuando debiera ser cara a cara entre los personajes y de espaldas a nosotros cuando los actores deberían mirarnos a la cara, en un ángulo, un rincón de la pantalla, de la doble imagen, de la partida realidad, de la conciencia rota, de los acontecimientos inocentes que no dejan la partida y, por lo tanto, hay que atribuirles una causa, una culpa de que ocurrieran, una personalidad a la que achacárselos, una magia que les conceda un sentido, una posibilidad de no ser y de que todo hubiera cambiado, ser lo que no fue, no ser lo que ha sido, si yo hubiera hecho, si tú hubieras hecho -quizá moral o moraleja de la trama tejida al vacío como ciertos productos de cocina, porque aún ocurren cosas demasiado evidentes: solamente los aún inocentes, los a pesar de todo inocentes, son buenos, no culpan, no hieren, no matan, aunque quizá no debieran morir de sí mismos, en la única obra que sin ser suya los hombres toman en sus manos sin demasiada conciencia, muy de verdad ordinarios: la muerte, directa e indirecta, la que ocasionan de golpe y la que lentamente van provocando, de unos y otros-, una ilusión para no sucumbir, un engaño incluso en las imágenes pegadas y sin embargo plurales divergentes, que tan sólo concuerdan en la similitud engañosa y en que permiten descubrirlo, pues no hay mentira en el texto, el politexto, solamente distancia y, acaso, una sospecha: que debajo de lo que discurre ante los ojos fluye una corriente subterránea que quizá explicase sin mayor necesidad lo que arriba sucede y, en cualquier caso, no altera significativamente este ruido de fondo la profundidad de la tierra, una propiedad que es quizá un sueño pero no puede con la naturaleza de las cosas, con una soledad aún más honda, complicada y suma, que rasga y cuestiona de alguna manera los lazos habidos entre solitarios juntos y unidos por los pelos sobre una tierra firme que, apenas agitada por los acontecimientos que no protagoniza pero ante los que hila a los por el acontecer deshilachados, aún resiste en pie, pero desea moverse, cambiar e incluso liberarse de todo lo que sustenta en sus sólidas y gastadas raíces, pues también ella tiene derecho a salir del territorio de siempre…

Gonzalo Suárez en Oviedo Exprés

La vida no tiene sentido, pero gracias al que le proporciona el arte logra llenarse de vida, de libertad, de juego: descubre por medio de la salvaje inocencia del arte la roja y palpitante carne de la que está hecha y la que le alimenta con cada profundo mordisco con que la saja y renueva a sí misma, el pozo de armoniosa y feliz monotonía de todos los días que parecía vacío o de aguas quietas y calmas es un océano embravecido en el que podemos nadar no sin peligro sin atisbar el principio ni el final en unas horas de vacación casi olvidada intercaladas dentro de una dura jornada de obligaciones y compromisos, el hambre callada de acontecimientos y novedades que salpica de vez en cuando el transcurrir ordinario de la vida consigue saciarse más allá de todo lo esperado porque no tiene más que abrir la boca y gastar de su propio bocado, la dulce pasión adormecida tras la ventana es una inagotable mina de Oviedo que tanto más colma cuanto más extrae de sus mismas entrañas el gozoso material de vida que la vacía y cuyo explosivo vaciado llena a la vez de vigor el atropellado caudal de nuestra sangre, el apetito alimentado a diario según la nueva costumbre alcanzada abre de nuevo cada mañana sus postigos a deseos que parecían satisfechos y regulados y no tienen más ley ni más satisfacción que abrirse y ser abiertos en sí mismos, la misma saciedad de una existencia resuelta y acomodada es una medida rebasada casi sin quererlo con cada pequeño pero irremediable chispazo que salta mientras permanece en contacto siquiera ocasional con la extravagante vida que llega a las puertas de casa, el afecto mantenido a resguardo del torbellino de sucesos levantado en el exterior empieza a desbordarse sin cálculo como un río que amenaza con destrozar los cauces establecidos y hacer que ya nada vuelva a ser lo mismo que fuera antes, la identidad tras la que hallamos y conocemos al ciudadano de nuestros días es un edificio a punto de desplomarse como un castillo de naipes porque en realidad no guarda ninguna correspondencia con la construcción ni la ingeniería del habitante que nada más salir a la calle encuentra una bomba en su interior aún envuelto en llamas, la personalidad oculta tras la máscara de cada jornada identificada como la única y verdadera manifestación de siempre es en el fondo una naturaleza desconocida e indomable que no casa más que con sus instintos y las verdades y razones que no les traicionan ni sobornan, el conocimiento aparece de pronto revelado como una genuina experiencia de la ganga que representaba ser veta y que incluso si no resultase una mera fachada ya no sería la única fuente legítima de energía material y moral para la vida, la estabilidad es una figura doméstica proyectada sobre un campo secreto de minas en el que las explosiones tienen lugar una tras otra mientras sus víctimas echan a volar con cada voladura que estalla bajo sus pies más allá de la tibia y pobre farsa cotidiana, el arte del séptimo día de nuestra semana de seis e iguales penetra entre las rendijas del artificio al que llamamos realidad como una aventura lanzada a la velocidad de una locomotora al mismo corazón de la ciudad sobre la que avanza como la furia prisionera y arrebatada que ilumina poco a poco las socorridas y aburridísimas tinieblas, la criatura trasparente y equívoca de la política y la sociedad del lugar consigue de pronto liberarse de sus férreas y cálidas amarras sin que perezca por este motivo a la súbita y peligrosa reaparición de la libertad a causa de la cual casi queda flotando en el aire y sin duda sometida al azar de todos los azares, la semejanza definitiva entre la realidad y la ficción es que las dos son representaciones que operan con el mineral en bruto de la vida y su diferencia es que mientras una dice que es mentirosa y variada y plural la otra pretende ser la verdad y aquello como lo natural y uno ante lo cual no queda sino aguantarse, la mentira del arte afecta a la vida en la que pasa que nacemos y morimos y alguna verdad ha de tener incluso para nosotros, la mentira de la vida es hacer como que no ocurren los acontecimientos que nos matan o nos alumbran de nuevo y toda su verdad ha de reducirse a cero…

El crimen de Cuenca de Pilar Miró

La verdad es lo que quiere el poder, lo que el poder produce: el hijo de una violación cometida sobre cualquiera unas veces por medio de la fuerza y otras de la persuasión, pero más a menudo por una mezcla de ambas. La violación es forzada, aunque sería preferible que pareciese un acto de amor y entrega de la víctima, pero el parto es voluntario, pues debe parecer que el nacido no tiene ninguna relación con el violador sino en todo caso con el amante de la verdad o, aún mejor, con nadie: la verdad es el hijo del poder que debe asemejarse a una criatura del espíritu puro, es decir, de un padre fantasma, como un ser no creado por nadie. Al contrario, la verdad debe mostrarse a los hombres como la luz que les guía y el cielo que les ilumina. ¿Quién creería en una verdad incluso engendrada por un acto libre amoroso? La verdad es la criatura surgida del que fuerza las cosas y de la fuerza que emplea extrae la verdad que no es más que lo que él desea: un valor como caído del cielo, una forma aparentemente autogenerada, una respuesta al parecer natural de los acontecimientos, que sin embargo no es más que un efecto, quizás el más notable de todos, de la más disimulada e increíble de las causas. El poder, el poder que cae sobre cualquiera y lo convierte en un tipo unas veces de lo más positivo y otras de lo más negativo, a partir de lo cual ya no le resultará nada fácil reconocerse e identificarse a sí mismo porque ya es un tipo verdadero, un verdadero criminal o un verdadero santo. Pero ¿de qué puede quejarse si ya no es cualquiera, ni blanco ni negro ni de otro color? Ya si no es blanco es negro, y si no es negro es blanco, y si es de otro color no importa a nadie, ni siquiera si todos descubren que la verdad es una mentira o un error, una equivocación o un engaño, pero no una creación muy precisa del poder. Porque ¿cuál es la verdad, la verdad de los hechos, la verdad verdadera?…

Volver a Pedro Almodóvar

Los hombres mueren y desaparecen, las mujeres desaparecen y viven: es la única manera en que un desaparecido vuelva a aparecer un día –en estos asuntos hemos de ser más prácticos que en cualesquiera otros, pues son asuntos de espíritus, de fantasmas, de aparecidos. Pero ¿qué son los vivos? ¿Acaso los vivos a diferencia de los muertos no poseen alma? La mujer es una aparecida, pero el hombre es como un desaparecido -un muerto- al que nadie echará en falta porque estaba peor que sin vida: estaba efectivamente vivo pero en realidad como si no lo hubiera estado, pues es como el bulto que luego sería y el único problema que acabaría suscitando es cómo desprenderse de él sin dejar rastro, un sentimiento verdaderamente de pesar para los suyos. Ya veis, el ser que es el que es, simplemente no era: estaba ahí sentado en mitad del espacio, mandando sin que nadie le obedeciera, y cuando más tarde aparece tumbado sin saber cómo ni por qué junto a su preocupada pareja en la horizontal de la cama, ha de mandar sobre sí mismo con urgencia pues está en apuros y ni el cuerpo le responde –tampoco en este plano la naturaleza deja de mostrarse con él rebelde, descontrolada y esquiva. No hemos visto más movimientos de este vivo cuyo último viaje mientras vivía lo conocemos de oídas -un viaje equivocado al interior de la cocina-, pero parece ser que no solo no era, sino que además era un negado: el pobre estaba en manos de sus más bajos e insatisfechos instintos, precisamente en el lugar doméstico en que corría un afilado peligro hasta su vida. Comprendemos sin embargo que nadie le compadezca, pues a pesar de sus violencias -las que comete y las que sufre- no es nadie: ¿qué podemos esperar de la contemplación de un desaparecido? Con lo que hemos visto nos basta -quizá sea incluso demasiado-, pero tampoco es preciso que aparezca más en pantalla: somos capaces de pensar por nosotros mismos en el muy sucio y asqueroso –y en el día de la matanza en que él será lógicamente la víctima. Los malos van muy bien para muertos: matar al cerdo es la otra cara de matar a la zorra, en rústico pero en macho o en masculino. El hombre no es nada, pero ay de las mujeres… Las mujeres de Almodóvar no son tan singulares como parece, ocurre sencillamente que son mujeres -un valor en alza- y saben arreglárselas en la vida por sí solas incluso con un peso a las espaldas, el que entierran juntas y en compañía pese a que el homicidio haya sido individual y solitario, pues en el fondo es como si la autoría del hecho fuera colectiva y general e implicara a todas las mujeres y todas estuvieran en el lío: el lío padre o, más correctamente, el lío hombre –la muerte del hombre ha sido sin embargo un accidente: la hija, que no era la hija, no quería matar a su padre, que no era su padre sino quien decía ser en el fondo: el hombre de su madre, que es su madre pero todavía no le ha descubierto a la hija quién es su verdadero padre, una vez que el acontecimiento de la muerte le ha permitido revelarle quién era el falso: el hombre que, creyéndole su padre, la hubiera violado de no haberse defendido de lo que la niña creía un sorprendente y poco esperado incesto con un cuchillo grande en la mano y un homicidio involuntario en la inconsciencia. Las mujeres mienten, ocultan la verdad bajo la falda, pero la verdad es la muerte y si no mintieran morirían por lo menos de miedo –por lo demás, las mujeres son las únicas capaces de estar en la verdad, en el secreto: la única filiación segura que conocemos. La mentira es la hija natural -pero obligada- del deseo de conservar una vida amenazada por el peligro de la muerte que le sobrevendría si surgiese la verdad y pariese su criatura: la mujer ha matado al hombre, y el que mata debe morir aunque esta vez el verdugo sea una mujer y la víctima un hombre. ¿Un hombre? Ya lo hemos visto, un tipo feo, vulgar y borrachín que no sirve más que para muerto: el asqueroso fornica por no masturbarse, pero si no lo hace no importa –no tiene una mujer pero tiene una mano: hay que suponer que es con la que hace el amor consigo mismo. ¿Qué hay de extraño en que sufra un accidente, cuando toda su vida ha carecido de sustancia? ¿Es que las erecciones no son a veces tan involuntarias como los homicidios? Pero vamos a asistir a la revelación también de palabra de un verdadero crimen, un asesinato que ha hecho historia, vida y sociedad, y, sin embargo, no aparece por ninguna parte, pues está en la médula de los huesos de la gente –en efecto, hay un secreto oculto en el alma de todos: el padre de la madre de la chica y la madre de una vecina de toda la vida de la familia eran amantes o, como suele decirse entre nosotros, estaban liados, y los dos murieron, aunque todo el pueblo prefirió creer que los muertos en el reparador incendio provocado fueron el marido y la mujer -o sea, los abuelos de la joven: la familia es un lío-: la mujer que mató a su marido junto a su amante misteriosamente desaparecida tras el fuego. Sucede lo mismo más tarde, cuando la hija de la hija de la madre de la casa mata a un inocente, porque el auténtico canalla era su padre, que era el padre de su madre, de tal modo que su madre es a la vez su hermana: en cualquier caso, hombre como es, mejor está muerto o, al menos, desaparecido -por un momento tememos que la truculencia desemboque en el canibalismo, pero sin duda la carne del hombre no sirve de alimento, quizá porque es carne de infiel, de violador y de incestuoso-, porque si no hay cadáver no hay nada y la vida es de este modo más segura, la verdad es un embrollo que no hay manera de desembrollar, pues la mentira es más fuerte, como al fin y al cabo es más fuerte la vida que la muerte. La verdad mata si llega a hacerse pública, pero es el secreto que queda entre nosotros por el cual vivimos y somos quienes somos: pura mentira como todos, pues lo que hay que hacer aquí es no contar nada, nuestra vida es para nosotros y acaso para los nuestros, debemos ser en público como cualquier otro. Lo singular en Almodóvar no son las mujeres -sujetas como antaño al qué dirán del pueblo- sino las películas: un cine negro a la inversa, un canto a la dulce y secreta asesina del pueblo, que mostraría y a la vez reclamaría la complicidad de todos, mujeres y también hombres, a los que haría partícipes de la necesidad y hasta la bondad de la violencia que surge de las entrañas de la tierra para envolverse en el manto de la noche en que cada uno encuentra el oscuro y poderoso sol de sus días. El uno brilla como una aparición en medio de la oscuridad en la que la mujer ha desaparecido, pero no hay tal misterio, porque por supuesto los muertos están muertos, pero entre los vivos unos están demasiado vivos y otros lo estarán sin duda: todos callan -viven- como muertos y, sin embargo, tienen un vivo en lo más profundo de sus casas, que son sus almas: y este vivo como inscrito en sus células, al menos en sus células y genes morales, no es otro que el homicida, el apasionado y arrebatado criminal que crea la historia de su familia y de su pueblo, porque no solo no paga por la muerte que da -nadie entiende el hecho como un delito susceptible de denuncia-, sino que recibe de los suyos el mayor pago que cabe esperar de alguien: el amor, por no citar al respeto. Ya sabemos cada uno de nosotros quiénes somos, ya podemos identificarnos sin problema y reconocernos unos a otros sin engaño –vivimos un mundo, porque ya no es tan solo un pueblo, paralelo a la ley, extraño a la justicia, refractario a la verdad, como un paraje silencioso, clandestino y opaco, habitado por unos pocos que son los amos y tienen las claves de lo que pasa en esta república que existe dentro de la república o, mejor dicho, en este agujero negro en su núcleo duro, en su centro ciego, sin jueces ni policías ni periodistas. En el reino de la publicidad, donde todo es ya archisabido: los amores prohibidos, incestuosos, asesinos, cuando la cosa pública es más pública que nunca -tanto como una mujer de la vida que hubiera perdido toda clase de vergüenzas-, he ahí un lugar perdido que permanece ajeno al tiempo como un espacio intemporal y pretendidamente eterno que conserva con celo sus propias reglas y su modo de vida: ni siquiera un secreto, sino el verdadero y genuino otro mundo en este, que no está en los cielos sino en un confín cualquiera de la tierra elevado por arte de magia al conocimiento del mundo: más exactamente, en un lugar de La Mancha cuyo nombre viene en la película. Id y mirad, hijos míos, porque todos venimos de ahí, ahí nacen nuestras raíces, ahí crece nuestro campo: el que siempre nos acompaña, el que va con nosotros a donde nosotros vamos -aunque en la ciudad nos olvidemos y no recordemos quiénes en verdad somos- y sigue estando ahí fuera hasta que la muerte disponga lo contrario: un fuera que le está vedado a la entrometida e indeseable república de los otros, precisamente porque es el adentro de todos los afueras. La aparecida vuelve a desaparecer tras el portón de casa: el secreto sigue a buen recaudo, el truco -mejor que el misterio- continúa a resguardo…

James Mangold con el El tren de las 3 y 10 a Yuma

EL forajido sangriento de las novelas no es exactamente como le pintan los trazos gruesos de las obras que sobre él tratan, él las protagoniza tal vez a su pesar y sin duda sin su consentimiento pero desde luego que no las escribe probablemente porque no es un escritor sino un pintor que aprovecha los ratos libres que le dejan el trabajo y el ocio para dedicarlos a satisfacer sus profundas y extraordinarias ansias de captar la belleza -la de un ave y la de una mujer, pero también la de un hombre que, desnudo, será finalmente su amigo-, de modo que no sigue el modelo ideal aunque oscuro que el público espera que él reproduzca al dedillo -robo y sangre, sangre, sangre- y, en consecuencia, no es copia de ningún tipo anterior a él ni seguramente ejemplo de ningún otro posterior, sino que empieza y termina en sí mismo, su singularidad y su rareza -nacido para vivir entre los buenos, aunque quizá por este motivo abandonado de niño a su suerte con una biblia en las manos que leyó en tres días, acaba junto a los malos, que a diferencia de sus adversarios en esta guerra no declarada a muerte entre unos y otros parecen desde luego lo que son en casi todas las ocasiones en que los pinta el arte reducido a la política de ley y orden de la buena sociedad-, sin que exista posibilidad alguna de cumplir las expectativas que genera su persona, ni como delincuente ni por su supuesto como policía -siquiera de sí mismo- ni como héroe o villano del pueblo: su peripecia nos descubrirá que nadie es quien dice ser sino más bien lo que calla, lo que silencia el discurso, que no resiste el avance de la verdad sin desmoronarse de pronto como un cuento para niños -o, más bien, adultos a los que infantiliza-, pero también nos indicará al mismo tiempo que lo único que vale y tiene valor en la vida es el afecto -y la verdad misma-, quizá porque al final no resulte vano que en el fondo de su espíritu él sea un artista que por lo demás escucha la voz que le habla al hombre por instinto de coger lo que desea, es decir, lo que otro ha cogido y deseado antes que él pero no puede o no sabe mantener en su poder (otro más fuerte vendrá que te hará ver que lo tuyo no es tal), entre otras razones porque la naturaleza no desaparece del todo ni ante la más desarrollada y sólida civilización y la guerra del hambre y los apetitos desatados con sus continuos cambios de lugar de las cosas no cesa nunca de veras, tan solo adopta formas más refinadas y quizás hipócritas: la hipocresía consiste básicamente en vivir y hacer como que no pasa nada y todo es siempre lo mismo, pero en este más que accidentado camino de ida hacia el tren del cadalso luego del cual el reo descansara de este confuso infierno cotidiano de canallas buenos y malos entremezclados estallará rota en mil pedazos como una cabeza reventada de disparos. Los buenos aman al prójimo y los malos no quieren ni a su madre, pero el joven primogénito de la familia de rancheros a punto de desahucio subyugado por las novelas populares rechaza estar algún día en el lugar aparentemente privilegiado del padre -y, como si dijéramos, no ser él mismo sino más bien similar al adulto, incluso idéntico, comprenderlo y sin duda amarlo y perdonarlo de una vez por todas: sin embargo, el hijo volverá a ser engañado de nuevo en lo que parece una constante de todos los que con el tiempo acaban reproduciendo a sus mayores- al que por el momento desprecia no precisamente en silencio, aunque quizá para compensar tampoco desea al final estar en el lugar maravillosamente literario del asesino de leyenda más rápido que el rayo al que admira en secreto. Pero ¿cómo admirar en cambio a padre si en realidad es un pobre hombre sin carácter ni temperamento que deja incendiar su granero, atropellar su dignidad ante la mirada acusadora de su hijo y amenazar la mera supervivencia de los suyos? El hombre es bueno, porque malo no es por supuesto, pues no va a matar a nadie por más que el acreedor con el que ha contraído una deuda que desde luego no es necesario en absoluto que salde viole su propiedad ante sus mismas narices y le conduzca prácticamente a la ruina como si estuviera enfrente de una segunda catástrofe climatológica, las asfixiantes sequías de la política y la economía sumadas a las de la naturaleza: el fenómeno no es nuevo por supuesto, la deuda es un mecanismo puesto en marcha con el fin de apoderarse de aquello cuyo valor excede a su cobro y cuyo cobro no resulta por lo tanto aconsejable. A veces, sin embargo, el problema es tan fácil y sencillo como cobrar lo adeudado, ser indemnizado por las pérdidas morales y reales sufridas a consecuencia de la participación involuntaria e indirecta -un par de reses y tres jornales- en la cínicamente bella causa de asaltar la diligencia con los salarios de los agotados obreros del ferrocarril -mejor los negros que los chinos, que trabajan a golpes y latigazos-, y esta vez no habrá caso: si el propietario que actúa de banquero es egoísta y miserable y no mira por la justicia sino por el beneficio más alto que le proporcionará adueñarse del rancho al que él mismo lleva a la quiebra al cortarle las vías de subsistencia material y financiación económica en una especie de robo legal, pero no por legal menos indecente, en cambio el ladrón es generoso y quizás la justicia no sea sino el efecto de un exceso de las facultades y una situación de disponibilidad y riqueza a la que no le falta nada, porque no quiere acumular más de lo que puede gastar, no piensa en guardar para el mañana, no quita de hoy y no tiene un ayer del que temer su vuelta. El honorable y criminal usurero es un hombre del progreso y uno de los cadáveres que va dejando tirados por el camino es el del ranchero empeñado y sin suerte ni coraje que ha de ofrecerse a la ley como mercenario, un sueldo a cambio del cual desempeñar una misión que por su peligro muy pocos desean y él, el gran mentiroso al que nadie respeta porque ni sus mentiras le guardan relación, que tiene que justificar quizás también ante su ojos su nuevo empleo en dudosas alegaciones de justicia y honradez -los buenos matan a los malos si es preciso y los malos mueren como debe ser pero antes matarían a todos si pudieran-, asume como el empeño de su vida, la joya esta vez aceptada de su salvación no solo económica sino también moral, tanto colectiva como individual, ante una esposa a la que quizá no atiende como merece, pues le hace trabajar en demasía y sin compensación, y un hijo al que no es capaz de imponerse, ya que arriesga su vida durante una larga y mortal aventura en la que sin embargo el propio hijo le habrá de rescatar más de una vez de las demasiado conocidas garras del fracaso. Pues, la verdad, menudo lugarteniente le ha salido al improvisado policía, casi tan eficaz como el de la banda que asalta ferrocarriles y asola pueblos, aunque naturalmente de una personalidad básica muy distinta: mientras los valores y aciertos del hijo nacen de la rebeldía frente a la débil y atribulada autoridad del padre al que no entiende, los valores y al fin desaciertos del pistolero de videojuego surgen de la fidelidad a la escueta pero férrea y terrible disciplina del jefe de la banda cuyo espíritu de poeta no percibe, no comprende, pues ni siquiera intuye que su súbita presencia le irrita y molesta, interrumpe su inspiración y espanta al modelo de su arte, cosa que para un creador es, aunque sufrible, quizás imperdonable. Si además habla demasiado, piensa poco, y mata como habla…

La chica de ayer

Los tiempos cambian, los sujetos mudan, la relevancia aún mantenida de sus nombres no reside ya en que remiten a otros que son como palabras puras e inmóviles que, situadas en otro mundo distante y como ajeno, funcionan como su modelo universal eternamente copiado y significativo, Rosa, Miren, Elvira, sino que ellos mismos son otros, nacen y mueren casi a la vez en que se les llama de una u otra manera, brillan en el momento en que aparecen y lo son todo y luego desaparecen y ya no son nada, solo un fantasma, aunque aún perdure el raro fulgor o el brillo enigmático en que acaso al final consistió todo: me asomo a la ventana de lo que no es como en el interior, me abro al mundo que está ahí afuera aunque no lo haga más que a través de un pequeño agujero practicado en la pared de mi casa, me separo de lo doméstico, lo conocido y lo trillado para perderme poco a poco pero al final quizá poder hallarme de otra manera en la realidad que se halla detrás de nuestras imágenes, incluso de las más conocidas e identificadas, y ya no encuentro a María, Lourdes o Begoña, con sus nombres plenos y rotundos, de una sola palabra como Dios mismo o tal vez el Hombre, los cuales me importan tanto como que no me dicen nada, pues detrás de ellos quizá no hay más que costumbre, indiferencia y rutina, todo lo más un recuerdo cada vez más remoto y oscuro de lo que un día fue como llamar “Al que no tiene nombre” y aún prometía una mezcla única de espanto y maravilla, y parece que se apartan de la vida y la calle trepidantes y efímeras y no evocan un acontecimiento que alguien protagonizara, disfrutase o acaso sufriese, ni siquiera parecen surgir de una percepción particular mía o de otro cualquiera en el fondo más neutra que otra cosa, ni positiva ni negativa por supuesto, porque aunque en carne y hueso demasiado rápidos y mortales ya no veo más que a “La chica de ayer” desde esta brecha abierta a la piedra y la palabra de mi mundo cerrado y roto, ya lo sabéis todos, la que cruzó a mi lado sin saber por qué y yo le di el nombre que después se ha conservado, quizás únicamente el mío o el que será ya inevitablemente una parte más de él, que soy a mi manera como todos el que le pone nombre a las personas y las cosas, pero lo mismo que su nombre no es Rebeca sino “La chica de ayer” lo podría ser también “En pie con el puño alzado (con un puñado de flores)”, pues somos una tribu urbana como lo fueron en las verdes praderas solitarias los que se llamaron a sí mismos los lakotas y nuestras designaciones difieren de las establecidas, legales y correctas, no llamamos desconocidos a los desconocidos y los retiramos a una esquina sino que los llamamos junto a nuestro corazón y les ofrecemos al menos el nombre que su reflejo produce en nuestra mente, este cristal ahumado que puede lucir por su cuenta sin recurrir a los estereotipos dominantes, para descubrir luego más tarde que no es cómo te llamas la pregunta sino quién es, quién eres, y que quizá no hay más que “La chica de ayer” como respuesta de un tipo que se encuentra colgado en el tiempo y el vacío como el resto, incluso como el resto de los más disimulados y escondidos como un bulto en un agujero poderoso y viejo, pues somos los nuevos bautistas que esperan aún, maldita sea, la llegada de un mesías tan renovado que no tenga nada que ver con él mismo, y hemos alejado de nosotros lo dado, lo autoimpuesto, lo admitido con más o menos conciencia, de modo que ya el nombre nuestro es nuestro nombre, Nacha Pop, Nacha, señores, cuando en realidad ninguno es chica, y el de la que al fin y al cabo será la verdadera y quizás única chica que ha habido en mi corta e intensa vida a mi entender no tan provechosamente malgastada es “La chica de ayer” que se halla jugando con las flores de mi jardín a la que yo vi un día cualquiera, por estas cosas de la vida y el azar…